No habrá agua para el sediento

El tintineo de la cadena marcaba el compás de la lluvia que resbalaba serpenteante sobre el chubasquero amarillo, y que bajo la mirada ciega que la noche puede ofrecer, empapaba el asfalto de la carretera que unía las dos localidades de Bringston y Merld Ville, al norte de Inglaterra. Una lluvia intensa que golpeteaba aquellas manos aferradas al manillar de la vieja bicicleta oxidada, difícil de pedalear por la herrumbre e imposible de dirigir entre los profundos charcos formados en los cráteres que las bombas habían formado la semana anterior. Había sido una semana intensa para la FRDA, durante más de dos días seguidos habían estado depurando la zona mediante el uso de proyectiles de categoría N2, aquellos que se usaban solo cuando se avecinaba un aumento del porcentaje de humedad, pues la explosión era más eficiente en presencia de agua.

Bill lo sabía, sabia como aquellas bombas podían potenciarse con el H2O, y no solo eso, sino incluso hacerla hervir a kilómetros de distancia del impacto. Conocía por experiencia que cuando uno de esos trastos sobrevolaba el pueblo, era mejor esconderse debajo de la tierra y no salir hasta pasadas al menos las 48 horas que el Gobierno inglés recomendaba a través de los megáfonos instalados en los postes de la luz que recorrían las carreteras.

Un consejo que no siguió su amigo de la escuela; un chico perturbadoramente extraño para su edad, se negaba a dejar de salir a jugar al futbol cada tarde, ignorando el estridente sonido de las sirenas colocadas desde el inicio de los ataques en el campanario de la Iglesia. Las bombas cayeron a doscientos metros de donde jugaba, un día de sol con la hierba seca después de varias semanas sin que una nube rociase Merld Ville. Así, con un pie apoyado sobre la pelota de futbol reglamentaria, llena de aire, un aire del pasado que se encontraba aislado en ese recinto de goma y que no correspondía con el aire seco de aquel momento. No, ese balón fue hinchado por Tom en octubre, en plena época de lluvias, cuando el viento de poniente traía ese característico olor a mar.

Con la mirada puesta en las nubes de polvo provocadas por las explosiones, el aire del interior hirvió de forma instantánea, hinchando las paredes del balón y lanzando por los aires el cuerpo del joven, como si de una mina antipersonal se tratase. Su pierna y brazo derecho fueron encontrados días más tarde por un agricultor a dos campos de patatas de distancia.

Pero Bill no quería correr con esa suerte, conocía el peligro de salir de casa en plena noche de tormenta, pero las circunstancias no le dejaban otra solución. Debía acudir al puesto de campaña del FRDA que habían instalado en el viejo campo de rugby del pueblo, y avisar del ataque, de la masacre que se estaba cometiendo. Más de cincuenta “cegadores” habían asaltado las casas de su calle, desmembrado a sus vecinos y bebido su sangre.

Pero las manetas de freno se clavaron, acompañándose de un chirrido desagradable. Delante de él, en medio de la carretera, la muerte había adquirido la apariencia de un hombre. Las cuencas de los ojos vacías pasaban inadvertidas por los colmillos afilados que como crecidos en poco tiempo, habían atravesado el labio inferior de una forma dantesca. La mitad de su cara, derretida en una caída de piel sobrante y de sus manos extendidas en cruz, lucían dos únicos dedos con garras del negro más puro.

Con el jadear que deja el intenso pedaleo, el grito se ahogó en su respiración. No, no caerían bombas aquella noche… Para desgracia de Bill.

 

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