El pensamiento no hace ruido

Agarrando su gabardina beige salió del edificio ignorando las palabras de su secretaria, que le pedían explicaciones del porqué de aquella mirada desencajada. La calle, bulliciosa como un hormiguero tropical sazonada con un aroma a pan recién hecho y bollería alemana impregnaban de realidad aquel pequeño bulevar.

Aceleró el paso esquivando a los viandantes hasta llegar a una calle principal, que acogía una de las vías del tranvía de Berlín. No sabía a donde ir, ni que hacer. La cabeza le daba vueltas. Estaba claro que no tenía ganas de volver a ese antro de despacho, húmedo y lleno de cachivaches. La campana del vagón avisaba a los apurados ciudadanos que cruzaban la calzada del peligro inminente de atropello. Un joven con una visera marrón esperó a que pasara la cola del tranvía para subirse en marcha, ante el despistado revisor que torcía la mirada hacía una jovencita rubia de la primera fila con un vestido rosa pastel.

Burke apuró el paso hasta llegar a la parada, con la intención de subirse. Toqueteó el bolso de su gabardina en busca de alguna moneda, pero no parecía que su tacto encontrase nada significativo. Decidió probar suerte con los de sus pantalones negros, e introdujo media mano dentro del bolso; encontró un billete de cinco reichsmark. Más aliviado lo observó ante sus ojos y lo desarrugó con dos tirones de sus grandes manos para entregárselo al revisor, que se encontraba apoyado en la puertecita del conductor con su gorra ladeada. Un hombre rubio con ojos redondos y grandes que parecía no tener ninguna pasión por su trabajo. Entró hasta el fondo del vagón, y se quedó de pie agarrado a la barra del techo.

El vehículo emprendió la marcha con un traqueteo metálico. Poco a poco iba cogiendo velocidad sobre las vías de aquella fervorosa calle. Tocando su campana intentaba abrirse paso entre los continuos ciclistas y coches que invadían su trayectoria, y no podía negarse que aquel conductor de tranvía tenía muy poca paciencia, pues en apenas dos minutos ya le había escuchado soltar más improperios en aquel pseudotren, que lo que él mismo hacia cada viernes en la cantina.

Mirando por la ventanilla observó que se estaban acercando a la puerta de Brandeburgo, sin duda uno de los monumentos insignia de Berlín, incluso de toda Alemania. La zona estaba ajardinada y numerosos puestos de vendedores adornaban la ya bonita estampa navideña. Se pudo fijar en un pequeño puesto de comida, donde un padre con su pequeña en brazos dialogaban con el vendedor sobre sus “delicatesen”. El puesto contiguo ofrecía a los transeúntes flores y ramilletes, y si desviaba aún más la vista podía visualizar otro puesto de venta de juguetes de madera. No había duda alguna que aquella zona era el motor comercial de Berlín.

Recordaba aquel Berlín de cuando era joven, nada más que un chiquillo regordete que correteaba por la solitaria calzada golpeando piedras con el pie, o directamente tirándoselas a los carros que pasaban. Las cosas habían cambiado mucho, nada tenía que ver con aquella ciudad llena de excrementos de caballo y señores con bigotes largos como los cordones de unas cortinas, que se paraban delante de los escaparates de tiendas de bastones para soñar, por un segundo, con aquel elegante palo de madera noble acuñada con una terminación en algún tipo de piedra preciosa. Desde luego que las cosas no eran igual, ¡Diablos!, ni siquiera el mismo aire que respiraba; la industria había conquistado cada palmo de las afueras, de lo que antes no eran más que tierras de cultivo con pequeñas casas de granjeros, ahora se asentaban tótems de hierro y hormigón con humeantes chimeneas apuntando al cielo como rifles de soldados en un funeral militar que honran la memoria de su compañero.

Se apoyó con el hombro en el ventanal del vagón y dejó que su cuerpo descansase sobre ese punto, y mientras buscaba en su bolsillo derecho un cigarrillo, se dio cuenta definitivamente que las cosas habían cambiado demasiado y que cada día lo hacían de una forma más exponencial. Y es que la imagen de una bandera con la esvástica del partido nacionalista colgando del lateral del tranvía no era algo que verdaderamente le apasionase. Burke siempre había sido un escéptico en todo lo relativo a los temas políticos, nunca tuvo ningún interés por conocer los secretos que tanto apasionaban a esas personas que se alteraban detrás de un atril con un megáfono. Quizás porque él era un hombre de pocas palabras, o quizás porque el hecho de preocuparse por los demás era uno de los objetivos de la política, y en su naturaleza irradiaba la soledad. La soledad de un hombre que no la anhela, si no que la acepta y no ve necesidad alguna de luchar contra ella.

El tranvía siguió varios metros hasta que se detuvo en seco. Burke tuvo que agarrarse con sus dos manos para no perder el equilibrio, y mientras se abrían las puertas del vagón puedo distinguir la voz de un hombre.

-Documentación en la mano- Dijo una voz joven.- Mantengan su sitio y no abandonen el tranvía por favor-.

Burke inclinó la cabeza de un lado a otro con la intención de poder ver lo que estaba pasando al frente del vagón. El casco grisáceo de un policía berlinés se podía diferenciar claramente, pero la aglomeración de todas las personas que viajaban con él, impedía que fuese testigo de lo que realmente estaba pasando. Miró por la cristalera y descubrió que dos vehículos oficiales del Reich estaban aparcados cerca de ellos; se trataba sin duda de un control rutinario. ¿Nada importante?…

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