El domicilio

Brown sostenía con el temblor articular que provoca el peso de un buen trozo de pizza cargado de bacon sobre la mano derecha. Una jugosa pieza del circular manjar italiano que descansaba sobre la mesa del salón, y que como en muchas otras ocasiones acababa de ser entregado por el mismo pizzero en aquella ruidosa motocicleta que alertaba a los vecinos con los potentes petardeos y graznidos de humo negro que emanaba el tubo de escape. Nada parecía ser diferente a una noche de viernes en la nueva normalidad, aquella terminología que resultaba irónica desde el incidente, y que los telediarios mantenían afán por mantener en las entradas matinales.

Unos telediarios que llevaba tiempo sin sintonizar en su moderna televisión Samsung, pues la mayor parte del tiempo la ocupaba con imágenes reproducidas de su videoconsola. Unas imágenes que proveían de un color verdoso a la pequeña habitación, reflejándose en las paredes y asemejándose a una escena propia de un pub irlandés en pleno San Patricio. Y como no podía ser de otra forma, aquella noche también se escucha un potente “soft country” a través de los altavoces inalámbricos del equipo de sonido que acompañaba al viejo ordenador de mesa que se situaba, medio arrinconado, en la puerta de entrada al salón.

White, que se apoyaba en la ventana abierta, dirigió una mirada de disconformidad a la motocicleta del repartidor, que la había aparcado de mala manera en medio del acceso vecinal, una zona reservada únicamente a los propietarios. Una acción que le resultaba absurda, pues al introducir la moto allí, tuvo que subirla a pulso varios escalones; algo más dificultoso que dejarla en la acera de la calzada.

 Sacándose la cajetilla de Lucky Strike del bolsillo de la chaqueta, White la golpeó ligeramente sobre el dorso de su mano, y sacó un cigarrillo para instintivamente ofrecérselo a Irvin que, a su lado, apoyando el trasero en el marco del gran ventanal observaba la humeante pizza de sabor barbacoa.

—Vaya pinta tiene eso, tío—dijo mientras cogía airosamente el cilindro de tabaco que le había ofrecido su colega. —Acércame un trozo, anda.

—No tenemos para todos, tenias que haber cogido al menos otra familiar. —dijo Martin abalanzándose a por un jugoso trozo rebosante de queso.

Brown, que ignoró el comentario, subió el volumen del altavoz con el mando a distancia hasta que la música resultaba ser más ensordecedora que agradable.

—¿No quieres? —preguntó Irvin a White, que seguía observando el vehículo en la zona vecinal.

Negó con la cabeza, la comida de ese día le había resultado cargada y llevaba toda la tarde con un malestar general.

—Se te olvidó la bebida, ¿no? —indicó White mientras se encendía uno de sus cigarrillos.

—Hay en la nevera si quieres, ve a pillar unas latas. —le sugirió Brown, mientras seguía deleitándose de la cena italiana.

Media hora minutos después, cuando las sobras y bordes de pizza adornaban los cartones como recuerdos de una hazaña bélica, la motocicleta del repartidor seguía estacionada en el mismo lugar.

—¿Oye y este? —dijo White rompiendo el silencio que se crea después de una cena. —¿Se habrá quedado en el ascensor o algo?

—¿Este? ¿Quién? —preguntó Martin.

—Coño, el pizzero…Bueno el repartidor. Tiene todavía la moto ahí. —indicó mientras señalaba con la mano derecha la zona vecinal.

Brown se levantó y dirigió la vista hacia abajo para observar.

—Pero si ahí no puede entrar, es zona de los vecinos. ¿Para qué coño se metió hasta ahí con la moto?—dijo.

—No lo se, pero la ha dejado hecha un cristo. Ha debido de subirla hasta ahí mientras la conducía, fíjate que tiene el escape suelto…—un ruido fuerte interrumpió a White.

Un graznido dirían algunos, aunque para los allí presentes sonó como el golpe de un bastón de madera contra el suelo. Ignorándolo casi de forma burocrática, continuaron.

—No se, pero no estaba muy católico. —apuntó Irvin. —cuando fui a abrirle la puerta estaba sudando a mares, parecía que se iba a desmayar en cualquier momento. Me dio hasta apuro no preguntarle si necesitaba algo, pero es que me quitó el dinero de la mano de malas maneras.

—¿De malas maneras? ¿A que te refieres? —preguntó White que se había separado de la ventana y se había quitado la chaqueta para lucir, como hacia cada viernes, su reglamentaria y plateada Smith & Wesson. Un calibre 38 que el trabajo de segurata le proporcionaba y el cual debía dejar en la taquilla cada noche, pero que él desde siempre ignoraba.

—Tío, algún día te van a decir algo por ir con eso por ahí. —Brown señaló el arma con la vista mientras sonreía.

—Ya ves, que me digan lo que quieran…—otro golpe, esta vez muy intenso en la puerta de entrada de la vivienda.

—Eso viene de fuera. —Brown se apartó del lado de White y se dirigió al lugar de procedencia del ruido.

Se acercó a la puerta, levantó la mirilla y observó lo que la luz de emergencia permitía en el oscuro descansillo.

—Es el repartidor, no jodas. Está golpeando la puerta o algo. —se separó del visor, y dirigió la mano al picaporte. Con un giro de muñeca entreabrió la puerta.

Solo unos centímetros fueron necesarios, unos segundos indispensables y suficientes para que el brazo del repartidor se colase por el pequeño hueco entre el marco y la puerta; y su mano agarrase con firmeza el cuello de Brown. Su cuerpo se irguió al ser levantado en el aire y sin posibilidad alguna de emitir palabra ni sonido, golpeó las paredes con las piernas en el aire. Las zarandeó como un muñeco de hojalata a cuerda; zapateos en el blanco yeso que, acompasados con su agonía, marcaban el ritmo de su asfixia.

—¿Pero y ese golpe? Que diablos…— se apresuró a decir Irvin, mientras todos ya se habían acercado hacia el pasillo de la casa.

La imagen resultó bastante más dantesca de lo que imaginaria cualquiera en estos tiempos. El repartidor mantenía erguido a Brown por el cuello, lo sostenía a diez centímetros del suelo, su mano apretaba con fuerza la piel del joven y dejaba entrever un ligero hilillo de sangre que brotaba entre los dedos. El agitar de sus extremidades se había difuminado en pequeños balanceos inertes.

Martin fue el primero de los tres amigos en reaccionar, salió corriendo hacia la dantesca escena y se abalanzó sobre el hombre. Lo sujetó por el chaleco reflectante con firmeza y lo zarandeó, mientras el cuerpo de Brown caía a plomo sobre el suelo de parqué.

Poco duró el enfrentamiento entre ellos. A pesar de la altura de Martin, cerca de los dos metros, aquel hombre tenia una fuerza sobrehumana. Con un golpe en la cabeza de su puño cerrado, Martín perdió la mitad del cuero cabelludo y del cráneo. Tejidos de pelo, sangre y piel quedaron adheridos a las paredes. Y él, inconsciente o muerto, amortiguó su caída sobre el cadáver de su colega.

Impactados o en shock, ninguno de los otros dos amigos parecía hacer nada. Inmóviles en medio del largo pasillo quedaron observando al grotesco ser que se acerba a ellos con paso tambaleante. El casco rojo de la moto no dejaba ver su semblante, pero los ojos desorbitados, vueltos del revés con el blanco más puro se dejaban mostrar a través de la visera transparente.

Fue Irvin el que despertando su cerebro de la desconexión que le protegía de la cruda realidad, empujó el hombro de White con repetidos golpes.

—El revólver tio, usa el revólver joder.

White que desactivando también el standby cerebral, parpadeó dos veces mientras la criatura apresuraba el paso y recortaba la distancia entre ellos, graznando ruidos que parecían ser producidos por una grotesca ave carroñera.

A esa distancia, podían ver las enormes pústulas negras de su frente, como emanaban un pus del color azabache y emitían aquel olor pestilente que los telediarios se habían ocupado reiteradamente de indicar a los ciudadanos para poder identificar las primeras fases de la infección.

Entre el nauseabundo olor y los guturales graznidos, desenfundó su arma. Lo hizo lo más rápido que la vieja funda de cuero le permitió. Pero no lo suficiente como para evitar que Irvin fuese alcanzado por las zarpas del repartidor. Con la estrategia primigenia, lo sujeto del cuello y lo alzó en alto intentando provocarle la asfixia.

White que se había apartado al ver acercarse la mano ensangrentada, perdió el equilibrio y se cayó al suelo. El calibre 38, a su lado había quedado dispuesto para su estreno. Lo cogió, lo empuñó, lo levantó rápidamente y disparó los cinco cartuchos del tambor. Uno detrás de otro, las detonaciones ensordecieron al vecindario. La bocacha del arma exhaló el fuego del infierno y los proyectiles, ordenados por la matemática más pura fueron impactando uno a uno en el cuerpo de su amigo. La espalda, el hombro y la nuca fueron las principales dianas de su tiroteo.

Aquel ser, soltó el cuerpo de Irvin y bajo el golpeteo del martillo sobre el cilindro vacío
del revolver que continuaba intentando emanar más disparos, despachó su ira sobre su
última víctima

29 respuestas a “El domicilio

      1. Mira amigo, no soy de aquellos que siguen o dan un like para tener más seguidores. Soy un profesional y humilde autodidacta, que se interesa por la lectura, siendo tu caso brillante, lo que seguramente y así lo deseo, te abrirá puertas. No obstante; no dejes de mejorar cada día, un escalón más. Un cordial saludo.

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  1. Hola, te encontré por casualidad por Twitter.
    Tienes mucha facilidad a la hora de desarrollar los enfrentamientos y escenas de gran acción, realmente esa es la parte más difícil de escribir pero tú lo haces sin problema.
    Me suscribo con el email para que me lleguen avisos de tus próximas publicaciones.

    Un saludo

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