Cristales

Delicados copos de nieve planeaban con fervoroso júbilo, demostrando sus destrezas acrobáticas como los auténticos bailarines de la noche, antes de posarse con la delicadeza de un beso sobre el frio cristal de la ventana de madera de roble. Los pequeños embistes del aire la hacían traquetear como si un pequeño ariete golpease con el amor de una caricia, con la suavidad de un abrazo, de esos que llegan sin esperarse. Un destello parpadeante e imitador del arcoíris iluminaba a los arremolinados copos que ya formaban una densa masa de nieve sobre el alfeizar. Y es que la Navidad no había llegado solo al jardín de aquella pequeña casa al norte de Clermont, sino que desde los gruesos vidrios podría verse, como cada año, un hermoso árbol de pino natural junto a la chimenea, engalanado con bombillas de intensos colores que alternaban su luminiscencia en un juego de dulce fantasía. Colgando de sus ramas, una veintena de pequeñas bolitas nacaradas parecían querer escalar su cúspide, pero en realidad cerca de esta, ya lucía una enorme bola roja de cristal pulido. Intensa y delicada, reflejaba con característicos brillos la luz de la guirnalda.

Como era costumbre, la familia había colocado sobre la repisa de la chimenea, a la izquierda y cerca del árbol, una antigua bola de nieve donde un pequeño y sonriente muñeco sujetaba, con dos bolitas de plástico blanco a modo de brazo, lo que parecía ser una bufanda doblada de colores rojo y verde Y es que era difícil afirmarlo, pues con los años la cúpula de cristal había perdido su transparencia, para dar lugar a una superficie rallada, ahumada y decolorada por el calor del fuego. Y para su pesar, nuestro pequeño muñeco de nieve vivía en neblina constante, incapaz de ver con detalle el mundo que le rodeaba durante aquel mes que estaba fuera de la caja de zapatos del húmedo desván.

Pero la cúpula dejaba traspasar al menos los intensos colores que desprendía el elegante pino francés, y concretamente uno rojo le tenía embelesado desde hacía cinco Navidades; el tiempo que había pasado desde que la familia había comprado aquella bonita bola decorativa en un mercadillo de la ciudad.

Esa intensa sensación de admiración se había ido convirtiendo en verdadero amor incondicional hacia aquella bolita roja. Y este año se había propuesto hacer lo que jamás pudo imaginarse, él, una pieza de plástico atrapada de pies a un suelo falso y cubierto por una celda de cristal. Porque en su deseo más puro estaba el de acercarse a ella, cada día un poco más hacia la izquierda, moviendo su redondo cuerpecito de un lado a otro, contorsionando y balanceando su cintura para desplazar apenas un centímetro en una hora. Pero a esta altura de la noche ya estaba muy cerca del borde de la repisa, y podía ver con más intensidad el dulce destello rojo. Así que siguiendo con el solitario baile, se balanceo nuevamente con todas las fuerzas que pudo sacar. Una, dos, tres veces repitió el movimiento mientras clavaba su inocente mirada en su anhelada bolita roja. No le hizo falta un cuarto empujón, pues la base del adorno navideño tambaleó sobre la arista de la repisa, perdiendo la estabilidad y precipitándose en una caída, que le pareció eterna, contra el suelo de madera.

La bola de nieve, que era de gran tamaño y pesada, rompió en mil pedazos, esparciendo el agua y la falsa nieve debajo del árbol. El blanco muñeco, que había sobrevivido al fuerte impacto, se encontraba separado de la base y tumbado sobre el mojado suelo, mirando hacia la chispeante chimenea. No, esa no era la luz que le había llenado de ilusión cada Navidad, y su sonrisa pintada de negro sobre el plástico de su cabeza pareció saberlo.

El golpe fue muy fuerte, tanto que hizo temblar varios listones de madera y con ellos, el árbol. La bonita bola roja, que había sido colocada por la hija de la familia, ignorando la petición materna de cambiar el gastado hilo, se desprendió de la rama y se precipitó hacia el mojado suelo. Un suelo lleno de agua, pero también de infinitas bolas, blancas y esponjosas, que como auténtica magia amortiguaron el golpe y evitaron que el rojo cristal corriese la misma suerte que la cúpula del muñeco. Un muñeco que vio transformar el paisaje centelleante del fuego, por su ansiada visión. Incrédulo, tenía frente a él, a escasos centímetros, el brillo rojo que durante tantos años le había hecho mantener una sonrisa que no había sido marcada con pintura.

Ahora, tenía junto a él aquella bolita roja, que seguía reflejando como hacía cinco años, las incansables luces navideñas. Y entre sus manos, relucía un pequeño regalo rojo, adornado con un bonito lazo verde.

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