El tiempo no se detiene

Una paloma con camuflaje urbano gris y blanco correteaba acompañándose del movimiento de resorte de su cuello sobre el suelo adoquinado de la ciudad. Sus delgadas patas apresuraban el andar ante la inminente posibilidad de ser pisoteada por la muchedumbre que deambulaba con sus bolsas de la compra, sus teléfonos en las manos y su pensamiento guardado en algún compartimento del aparato electrónico.

Tal aglomeración propia del fin de semana había llenado de vida una vez más la Plaza de la Impotencia, dónde era costumbre que los tenderos locales instalasen los puestos de venta de frutas y verduras. Además de algún librero, que bajo un pequeño techo de tela improvisado vendía los últimos bestsellers al lado de la fuente de mármol y granito. La música incansable de un acordeonista salpicaba de dulzura, aderezando los cafés de las terrazas de la plaza, y con la rutina de los sábados a la tarde dos jóvenes estaban sentados en una de ellas.

Él, con camisa blanca y pantalones tejanos, acariciaba con el dedo índice la diminuta asa de la taza rojiza. La etiqueta de cartón colgaba de un cordel blanco y reposaba sobre el plato de cerámica. El olor a té se confundía con el de su colonia, y los ojos verdes se escondían detrás de unas gafas de “aviador”.

Ella, en la mesa de enfrente arropada con un vestido verde y unos zapatos de tacón, mantenía las piernas cruzadas y apoyaba su espalda sobre la silla de mimbre y acero. El olor de su café Capuchino le echaba un pulso al dulzor de la infusión y con el periódico en las manos intentaba esconder su mirada en un falso intento por evitar ruborizar su suave piel.

No obstante, ambos se mantuvieron la vista durante el tiempo infinito que resulta de contar los granos de arena de una playa. El mismo tiempo que se paraliza cuando descubres en esa misma décima de segundo el sentido de tu vida. Se miraron y no dejaron de hacerlo, porque ambos sentían el compás palpitando bajo el pecho. No dejaron de hacerlo incluso cuando la paloma emprendía el vuelo con ferviente rapidez, dejando varias plumas atrás como el náufrago que abandona el equipaje en camarote. Ni tampoco cuando el ajetreo de la plaza se convirtió en una marabunta descontrolada que corría hacia ningún lado. Tampoco dejaron de mirarse cuando el acordeón dejó de sonar y los gritos se convirtieron en la orquesta macabra tutelada por el coche que se había saltado los bolardos y se dirigía hacia las terrazas arremetiendo contra todo aquel peatón que se encontraba. Acelerando, en su enfermiza locura aplastaba, quebraba y mataba en el sin sentido de la situación, con el dolor injusto de la impotencia. Y no paró, no lo hizo hasta que el impacto devolvió a los jóvenes al mundo real donde el tiempo avanza en cada segundo, donde la sangre mancha las blancas camisas y los periódicos no sirven más que para taparnos la vista.

-En honor a todas las victimas del terrorismo. Incapaz de expresar con palabras el dolor que siento.

16 respuestas a “El tiempo no se detiene

  1. Es cierto no hay palabras para expresar el dolor, pero tus letras han sido perfectas para hablar de la realidad; la vida es ese pequeño momento que nos saboreamos y de pronto ya no esta. Excelente homenaje, es un placer leerte.

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